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Valparaíso, Mi Amor: El pasado y presente de la marginalidad
Opinión

Valparaíso, Mi Amor: El pasado y presente de la marginalidad

Columna que revisita la película de Aldo Francia, analizando cuánto realmente ha cambiado el crudo escenario del que dio cuenta en 1969.

Por Cristóbal Muñoz

10 de Agosto de 2020

Con mis abuelos siempre hablamos sobre cómo eran “los tiempos de antes”, y ver Valparaíso, mi amor (1969) juntos -yo, por primera vez; ellos, por enésima- fue la excusa perfecta para hacerlo nuevamente. Si bien ese “tiempo” varía según la conversación, yendo desde los años 50 hasta hace 10 años, es extraño ver cuánto ha cambiado el país a través de las décadas: tanto y tan poco a la vez. Si dejamos la nostalgia un poco de lado, podemos encontrar constantes tan enraizadas como transversales para gran parte de los chilenos. Para ellos, la pobreza resulta tan vigente como lo era en su niñez, mientras que la ausencia de una figura paterna traspasa el hogar y se transforma en un abandono también del Estado frente al sistema.

La película de Aldo Francia se sitúa en un Valparaíso de los tardíos años 60, uno de los epicentros del despertar cultural, social y político de esa década. Época en la que, también, nace el Nuevo Cine Chileno. Este movimiento buscó retratar la sociedad chilena a través de sus conflictos y problemáticas. Francia, inspirado en el neorrealismo italiano, se adentra en los cerros de Valparaíso para contar aquellas historias marginadas del ojo público, tal como sus protagonistas. 

Sus infancias se vieron marcadas por patiperrear descalzos y trabajar desde temprana edad por las calles de la ciudad. Sus madres se quedaban poniendo orden en el hogar, mientras que sus padres llegaban ebrios a desordenarlo violentamente en la noche. Pero esto era solo el reflejo de un desamparo mayor, el abandono de un Estado en un escenario carente de oportunidades para su gente más vulnerable

Valparaíso, mi amor relata cómo los hermanos González deben recurrir a la calle para parar la olla y ganarse el día a día, luego de quedar huérfanos por el encarcelamiento de su padre, un cuatrero. Afuera la realidad era dura, pero crecer en los cerros ya los había preparado lo suficiente. Las formas de ganarse la vida eran limitadas, así que debían explotar cada oportunidad para hacer la plata necesaria para el día y, ojalá, el siguiente. Ante este escenario, la delincuencia era una salida fácil -a veces, la única- y esta no se cuestionaba. La moralidad y la legalidad eran un lujo para tiempos más simples, no podían elegir.

Ver a los huachos dando vueltas era algo normal, me cuentan mis abuelos, quienes crecieron en los hoy llamados “grupos de riesgo”. Sus infancias se vieron marcadas por patiperrear descalzos y trabajar desde temprana edad por las calles de la ciudad. Sus madres se quedaban poniendo orden en el hogar, mientras que sus padres llegaban ebrios a desordenarlo violentamente en la noche. Pero esto era solo el reflejo de un desamparo mayor, el abandono de un Estado en un escenario carente de oportunidades para su gente más vulnerable. Y al igual que muchos de los padres en las casas, estos aparecían solo para castigar los resultados de su propio actuar negligente: para qué enfrentar los problemas si puedes encarcelarlos o, simplemente, olvidarlos.

Sin embargo, casi 50 años más tarde, podemos encontrar en Mala junta (2016) un relato tristemente similar. El primer largometraje de Claudia Huaiquimilla nos presenta a Cheo, un joven mapuche discriminado de las cercanías de Valdivia, y a Tano, un joven lanza criado en las calles de Santiago. Sus historias se cruzan físicamente en una reducción mapuche de la Región de los Ríos, pero estas nacen unidas bajo el constante asedio de la violencia y el abandono institucional. Mientras el primero es tratado como terrorista por gran parte de sus coterráneos, el segundo es constantemente amenazado con caer en el Sename por delitos menores. Ambos se encuentran desde la marginalidad y buscan la manera de hacer frente a la vulnerabilidad a la que son sometidos.

Así como algunas problemáticas sociales del país parecen perennes, también lo es la misión del ‘Nuevo Cine Chileno’. Claudia Huaiquimilla advierte que todo cine es político, ya que todo depende del punto de vista que desees abordar. La diferencia es, claro, si eres consciente o no de tu postura. “Yo lo soy”, sentenció la directora hace un par de años en una entrevista, y no dudo que Aldo Francia habría estado de acuerdo con ella.

Aún existe un abandono por parte del Estado frente a un sistema violento. Todo esto estaba en el 1969 de Francia, en el 2016 de Huaiquimilla y continúa en el 2020 de nosotros.

Ni los hermanos González, ni el Cheo y el Tano tienen la culpa de los medios que deben elegir para poder vivir en una sociedad que observan desde afuera, aun cuando se mueven a través de ella. Son el resultado de un sistema que castiga y coarta a los seres marginales, pero que no propicia el escenario ni las herramientas para el desarrollo humano dentro de este. Aún hay niños y niñas muriendo en sus casas, como Marcelo, el menor de los González, por culpa de un sistema de salud público deficitario. Aún se enfrenta reaccionariamente a la delincuencia juvenil, obviando sus motivos y enfocándose en la punición. Aún existe un abandono por parte del Estado frente a un sistema violento. Todo esto estaba en el 1969 de Francia, en el 2016 de Huaiquimilla y continúa en el 2020 de nosotros.

Mientras mis abuelos recuerdan cómo y cuándo habían visto Valparaíso, mi amor en el cine Bandera, yo cierro la pestaña de YouTube desde donde la reproducía la película hacia la tele. Luego, nos acordamos del Rucio, el cabro de la cuadra que siempre veíamos en la calle, ese que las vecinas dicen que desapareció del barrio después de una pasada por el Sename. Mi abuelo dice haberlo visto en la feria, pero no sabe bien si era él. Mucho hemos cambiado, pero nada a la vez. 

 


 

La película está disponible en la Cineteca del Centro Cultural Palacio de La Moneda

Fotografía principal de la nota y ficha de la película: Cinechile.cl

 


 

Columna realizada para el curso electivo de opinión “Cine y periodismo”, dictado por la profesora Yenny Cáceres

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