Este mes se celebra el centenario del gran pianista chileno, que dejó su huella en los principales escenarios del mundo, desde Nueva York hasta Varsovia. Aquí, tres voces lo traen de vuelta a través de la memoria: uno de sus discípulos más cercanos, una pianista que lo acompañó en sus últimos conciertos y su hija Rebeca, quien comparte por primera vez el diario íntimo que dejó su padre, un documento inédito que estuvo extraviado durante años.
Por Antonia Baeza
27 de Agosto de 2025
La hija de Óscar Gacitúa se inclina sobre la mesa, abre un viejo cuaderno Mistral de tapas gastadas y apunta con el dedo unas letras temblorosas que parecen jeroglíficos. Trata de descifrar las memorias que su padre escribió antes de suicidarse en 2001. Detrás de sus lentes, sus ojos avanzan con lentitud. Frunce el ceño y, con un dejo incredulidad, dice: “Está escribiendo muy mal aquí”.
Hace tiempo que Rebeca Gacitúa no abría el cuaderno. “La última vez que lo leí no pude terminarlo”, dice levantando la vista y llevando las manos a su pecho. Fue tal su consternación, que lo guardó y olvidó dónde lo había dejado. Hasta ahora.
Esta es la primera vez que lo muestra públicamente. Se nota que para ella es un desafío leerlo, no solo por la letra, sino por el peso de lo escrito. En la primera página reconoce el apellido del primer profesor de piano de su padre. “Horszowski”, susurra.
Unas páginas más adelante, la caligrafía retoma un orden. Rebeca lee con voz pausada:
“Aprender a tocar el piano significa desarrollar una enorme gama de coordinaciones neuromusculares. Para lograr desarrollar las capacidades pianísticas, es necesario un largo período de aprendizaje en forma gradual y paulatina”.
Cuando termina el párrafo, suspira. En el cuaderno se mezclan contactos, direcciones y recuerdos que dejó su padre en torno al piano y a su vida, un documento invaluable que ella decidió rescatar este año y compartirlo con V240, cuando se cumple el centenario del nacimiento de Óscar Gacitúa.
Detalle de páginas del diario de Óscar Gacitúa
Su parecido físico con el pianista es evidente: la frente amplia, la nariz aguileña con la punta mirando hacia abajo y las arrugas que se forman alrededor de los ojos al sonreír.
Está sentada en su consulta dermatológica. En las paredes cuelgan distintos cuadros. Uno de ellos, casi oculto tras un pequeño muro, es un afiche en alemán. Solo dos palabras se distinguen sin necesidad de traducción: Óscar Gacitúa. Rebeca cuenta que corresponde a un concierto en Alemania, en la ciudad Neustadt an der Weinstraße, donde su padre interpretó obras de Frederic Chopin.
Según la Fundación Óscar Gacitúa Weston, el pianista tocó en distintas ciudades de Europa, pero la presentación más importante fue en el Concurso Internacional de Piano Frederic Chopin, en Varsovia, Polonia.
“Alguien dijo que ese Concurso era equivalente al ‘Campeonato Mundial del Piano’”, escribió Gacitúa en su diario.
Rebeca recuerda: “Mi padre tuvo un accidente en su meñique y no pudo seguir en el concurso, pero le dieron un premio por la mejor interpretación de un Nocturno”.
Hasta hoy, Óscar Gacitúa sigue siendo el único chileno galardonado en ese certamen, que se realiza cada cinco años.
Rebeca hojea el cuaderno, hasta que encuentra el párrafo:
“Yo tuve la suerte de ser el 1er chileno en el Concurso de Chopin 1955, el 1er concurso después de la última guerra mundial. Desde entonces otros 9 pianistas chilenos llegan a Varsovia en el lapso de 40 años”.
Gacitúa en el Concurso Internacional de Piano Frederic Chopin de Varsovia, Polonia.
Tras recibir ese reconocimiento, Gacitúa expandió su carrera internacional. Ofreció recitales en la Unión Soviética e, incluso, se presentó como solista junto a la Orquesta Filarmónica de Moscú, en plena Guerra Fría. Luego emprendió extensas giras por Estados Unidos, Sudamérica y Europa, que lo llevaron desde el Carnegie Hall de Nueva York hasta el Teatro Colón de Buenos Aires, dos de los escenarios más prestigiosos del mundo.
A pesar de su trayectoria, Gacitúa nunca tuvo un piano propio.
A los cinco años, Óscar Gacitúa aprendió a tocar el piano. Tres años después, dejó Talca para ingresar al Conservatorio en Santiago y estudiar como interno en el Colegio San Ignacio. A los 12 lo cambiaron al Liceo Lastarria y debutó en el Teatro Municipal. Un artículo de El Mercurio, publicado en junio de 1938, lo catalogó como “uno de los casos más extraordinarios de niños prodigios”. La nota agregaba: “Posee un espíritu musical bien acentuado que le permite presentar una obra observando los menores detalles expresivos”. (Ver archivo en galería).
Según cuenta Rebeca, su padre “era un niño tímido, sentado entre un montón de compañeros y calladito”. En las clases de música, se evaluaba el canto de cada alumno y aunque Gacitúa era un talento en el piano, su voz era desafinada. Tanto, que su hija cuenta que tenía una nota 2 en música.
Al respecto, recuerda una anécdota. Un día el profesor de esa asignatura le dijo: “Oiga, joven Gacitúa, el niño que va a dar un concierto en el Teatro Municipal y que apareció en el diario, ¿es pariente suyo?”
“Soy yo, profesor”, le respondió.
El profesor no le creyó. ¿Cómo el joven alumno que desafinaba al cantar en su clase sería el mismo niño prodigio que daría el concierto? Lo mandó a inspectoría y llamó a su apoderado. Cuando la madre de Gacitúa le explicó la situación, el profesor con vergüenza solo pudo decir: “No tenía idea”.
En 1950, recomendado por Claudio Arrau, Óscar Gacitúa obtuvo una beca que le permitió perfeccionar sus estudios en New York. El propio Arrau le aconsejó tomar clases con el afamado pianista y maestro Mieszieslav Horzowsky. “Podía llegar a estudiar ocho horas al día”, dice Rebeca. A pesar de su trayectoria, nunca tuvo un piano propio. “Siempre arrendaba un piano tres cuartos de cola que teníamos en la casa y en el Teatro Municipal tenía otro”, detalla su hija.
Cuenta que su padre recibía todos los meses las suscripciones de El Mercurio y de la revista Times, y que el The New York Times lo elogió en 1952, cuando finalizó su beca con una presentación en la sala de conciertos Town Hall, de Nueva York: “Chile, que con Claudio Arrau ya ha dado un pianista de primera magnitud, podría tener otro en el señor Gacitúa. Sin duda, su debut fue prometedor” (ver archivo en galería). Tenía 26 años.
Después de esa publicación, “le llovieron las ofertas de managers que querían manejar su carrera internacional”. Rebeca se alegra al recordar su respuesta: “Mi mamá estaba embarazada y él dijo ‘no, muchas gracias, yo me devuelvo a Chile’”.
La crítica de The New York Times, el programa que interpretó en la sala de conciertos Town Hall en 1952 y el artículo de El Mercurio de 1938
“Mi alumno el joven pianista Michio Nishihara me dijo:
‘Maestro, usted es la única persona que puede organizar un ciclo de conciertos en conmemoración del 150° aniversario de la muerte de Chopin’.
‘¿Por qué yo?’, le pregunté.
‘Porque usted sabe de Chopin, sabe de organizar conciertos. A usted se le cree’
Me sentí halagado, me creí a mí mismo las afirmaciones de Nishihara y me lancé a la empresa”.
Michio Nishihara tenía 14 años cuando lo conoció en persona. Gacitúa, que lo recibió en su oficina del Teatro Municipal, miró al niño y lo calmó: “No te lo tomes como un examen tan serio, no te estreses y tómalo con tranquilidad”.
Nishihara estaba sentado frente al piano. Era un momento crucial para él: si a Gacitúa le gustaba su interpretación, podría ser su alumno. Entonces ejecutó Funerales, del compositor Franz Liszt, una pieza cuyas notas debían ser débiles y suaves, como si el piano estuviera de luto. Solo tocó la mitad, pero Gacitúa quiso escuchar más y le pidió otra pieza.
Nishihara siguió con el Preludio 24 de Chopin, una obra en la que se necesita mucha intensidad. También paró a la mitad y esperó a que Gacitúa le diera su veredicto: “Yo te voy a hacer clases y puedes venir una vez al mes”, le dijo al fin. Cuando cuenta la historia, Michio Nishihara, ahora con 49 años, vuelve a respirar aliviado, como aquella vez.
Es un día de lluvia, pero no lleva paraguas. Tiene un gran sombrero de cuero que lo protege de las gotas y una bufanda verde que tapa su cuello y mentón. Oculta la mitad de su rostro cuando no está hablando. Dice que no le gusta que lo graben o que le saquen fotos. Su voz es grave, como la nota musical do.
Nació en Concepción, pero se crio en Antofagasta. Según él, en arte y cultura, la ciudad era “un desierto y no había nada. Era un mundo muy pobre, apático, adormecido y triste”.
“A los 12 años encontré unos discos y me convertí en un fanático del piano”, recuerda. Por esos años Óscar Gacitúa “vino a tocar un concierto de Chopin a Antofagasta y quedé fascinado”.
A los 14, cuenta, sufría lo que llama una “depresión juvenil” y no estaba yendo a clases de piano. “Mi mamá me preguntó con quién quería estudiar y yo dije que con Óscar Gacitúa”. Su madre buscó al pianista en la guía telefónica y lo llamó. Gacitúa aceptó recibir a Michio en Santiago para escucharlo tocar.
Nishihara viajó solo. El bus demoró 20 horas hasta la capital. Recuerda que las dos primeras veces que se vieron, solo habló el pianista y de vez en cuando él hacía una que otra pregunta. Explica que Gacitúa le conversó de su carrera, de su familia, de sus viajes y de otros pianistas: “Él era una especie de… unicornio, era una estrella. Yo estaba extasiado”.
Hoy Nishihara comprende el significado de esas charlas: “Él valoraba que yo me pegara el pique en bus para hablar con él”, dice con una leve sonrisa y un brillo en los ojos.
Gracias a los contactos de Gacitúa, pronto su alumno pudo ir a estudiar piano a la universidad en Polonia. “Toqué en el Concurso de Chopin también. En el 95… ¡40 años después que él! Qué heavy”, recuerda mientras abre los ojos, como si todavía no lo creyera. “Él fue a escucharme”.
“Un colega chileno que ejerce en Alemania me decía que en ese país cuando un profesor de piano logra que uno de sus alumnos participe en el Concurso de Varsovia exhibe esto en el lugar más importante de su curriculum”, escribió Gacitúa en su diario.
Según Nishihara, la enseñanza en Polonia era estricta, rozando lo abusivo, y le estaba pasando la cuenta. Relata que bajó deprimido y cabizbajo del escenario después de su presentación en el concurso y que su maestro le dijo: “Acuérdese que todo se pasa: el dolor, la felicidad, la alegría, la depresión. Todo se pasa”.
Nishihara guarda un largo silencio mientras mira un punto fijo, hasta que algunas lágrimas se asoman desde su pupila. “Eso me acuerdo, la depresión… se pasa”.
Óscar Gacitúa junto a su familia y archivo de prensa
Virna Osses conoció a Gacitúa cuando ella llegó desde Concepción a estudiar piano en la Universidad de Chile. Fue justamente en el ciclo de pianos dedicados a Chopin que lo vio por primera vez. “Gacitúa era una eminencia y todos lo respetaban”, rememora.
“Yo no era amiga de él, era muy chica, pero mis profesores eran sus amigos”, aclara. Mientras reposa su rostro en el puño de su mano izquierda, cuenta que el pianista organizó la gira nacional de conciertos dedicados a Chopin “con dinero de su propio bolsillo”, en 1999. Explica que tuvo la oportunidad de trabajar con él y que fue una de las primeras veces en las que ella ganó un millón de pesos como sueldo. “Le debió haber sido difícil realizar la gira, porque estábamos en época pre-fondos concursables”, destaca Virna.
Recuerda que aparte de tocar el piano, debió asumir otro rol: darle vuelta las hojas de la partitura a Gacitúa, mientras él interpretaba alguna pieza. Virna, con un tono de vergüenza, dice: “No me puedo imaginar lo incómodo que debió haberse sentido por tener a una cabrita chica al lado que le estaba ayudando con la partitura. Lo debe haber bajoneado mucho, por eso fui lo más discreta posible”.
Existe solo un video en Youtube de Óscar Gacitúa tocando el piano. Es la Balada N°1 de Chopin. Si se cierran los ojos, se puede sentir que Gacitúa debe tener seis brazos, porque son muchas notas en muy poco tiempo.
Al terminar, espera sentado unos segundos, mientras se escuchan los aplausos. Se ve cansado. Fueron casi nueve minutos tocando. Se para apoyando una mano en la parte superior del piano y mira detenidamente al público antes de hacer pequeñas reverencias con su cabeza.
La pantalla se va a negro.
Rebeca termina de leer el diario que escribió su padre. Piensa qué le diría a él si lo tuviera frente a frente. Se le nublan los ojos mientras sonríe. Mira al techo largo rato, como buscando una respuesta: “Lo más importante que le diría es que le agradezco enormemente volver a Chile cuando él tuvo la oportunidad de hacer una carrera internacional”.
Entonces se queda en silencio, hasta que se da cuenta de que muy cerca hay una silla vacía de madera, bañada con una potente una luz que proviene desde el techo. Parece una escena celestial.
Sonríe nerviosa y dice con dulzura:
“Creo que él está acá… los padres cuidan de sus hijos hasta que éstos se desencarnan”.