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“Salú (dos)” Por Alejandra Costamagna
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“Salú (dos)” Por Alejandra Costamagna

Carta enviada por la escritora Alejandra Costamagna, alumna de la primera generación de la Escuela de Periodismo UDP, en el contexto de la celebración de los 30 años.

Por Alejandra Costamagna

16 de Abril de 2018

Uno

Una mañana de 1988, Guillermo Blanco camina por la calle Ejército hacia el sur. Antes de llegar a Blanco Encalada, entra a una casa antigua, de piso de madera y techos altos. Es la recién fundada Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales. Guillermo Blanco abre el libro de clases. No se sienta. Habla de pie, como dicen que lo hacían los peripatéticos. No recuerdo exactamente qué dice. “Buenos días”, probablemente. Pero en el recuerdo queda la sensación de que ha dicho “quiubo, quiubo”. Muy cercano, muy vivo. Y que a continuación ha abierto y cerrado la boca como si pasara las páginas de un libro. Él dirá más tarde que es un trabajador de la palabra. Nosotros, la manga de adolescentes de esa primera camada de periodistas, empezamos a reconocer el fraseo ambiental.

Que salgan a la calle, pide Blanco. Que escuchen, que miren, que escriban. Y al principio creemos que estamos capeando clases y salimos y lo miramos y lo escuchamos todo. Y después llegamos y nos aplicamos con dedos afilados a las Underwood y, tecleo tras tecleo, fabricamos la carilla y media que Blanco lee con paciencia peripatética. Y vienen las lecciones, la edición. Guillermo Blanco y sus apuntes de tinta café en nuestras roñosas hojas de roneo. Ante todo, la palabra. Cuidar la palabra, propondrá, afanarse en ella. Hacerle el quite al periodistés. Evitar las repeticiones, evitando así repetir y repetir lo que ya se ha repetido reiteradamente. Pero también conoser vien la hortografia, ¡¡no abusar de las exclamaciones!!, ni de las “innecesarias” comillas, ni de los puntos suspensivos…… Y para qué decir las concordancia, el cual son necesaria para que usted no caigan en aquellas falta. Y ojo con el dequeísmo y el queísmo. Y el adverbio que modifica al verbo, y el adjetivo que modifica al sustantivo. Y los barbarismos, los solecismos, los galicismos, los anglicismos y las voces vociferantes impropias. Y los homónimos y los parónimos. Y casar que no es cazaraprender que no es aprehenderdesecho que no es deshecho. Y que no existe el camino corto para aprender ortografía. Y que la noticia es algo que no sabía usted ayer. Y que las frases ociosas. Y que “dijo” en vez de “señaló”. Y que “tránsito” en vez de “tráfico”. Y “el hombre que huyó” en vez de “el sujeto que se dio a la fuga”. Y el “incendio” en vez del “siniestro”.

Es muy posible que Guillermo Blanco no haya llegado esa mañana de hace treinta años con una pauta íntegramente definida para sus futuras lecciones. Porque él estaba convencido de que la palabra era un cuerpo vivo y a eso venía. A sacudirlo, airearlo. Él venía dispuesto a escuchar los nuevos giros, a evitar los lugares comunes. A picar con las palabras, en definitiva, para mantener vivo el lenguaje. Y a eso se aplicaría con su tinta café, mientras nosotros mariposeábamos por Blanco Encalada y nos disponíamos a tipear el callejeo ochentero.

 

Dos

Traigo a Guillermo Blanco al recuerdo de estos treinta años de nuestro egreso de la Escuela de Periodismo porque pienso que ahí partió todo. De alguna forma esas primeras sesiones saliendo a la calle, golpeando la máquina con dedos torpes, compartiendo una sala para escribir contra el reloj resumen el comienzo de un tiempo que coincidió también con el comienzo de otra era política a nuestro alrededor. Una era de acuerdos y medidas de lo posible que entonces no podíamos dimensionar. Recuerdo un primer encargo de reporteo que nos hizo un profesor -un profesor que años más tarde sería candidato presidencial de la República- y que tan ingenuamente tomamos al pie de la letra: que entrevistáramos al secretario general del Partido Socialista, Clodomiro Almeyda, ex ministro de Relaciones Exteriores y de Defensa del gobierno de Salvador Allende, ex prisionero en Isla Dawson, que había regresado a Chile poco tiempo antes, luego de un prolongado exilio en Alemania y México. Y había vuelto clandestinamente, había atravesado la cordillera en mula e inmediatamente había sido declarado “inconstitucional” por el Tribunal Constitucional de Chile (sí, el mismo Tribunal Constitucional que ha hecho noticia estas últimas semanas)​. Pero estoy yéndome por las ramas. El caso es que era un trabajo en grupos chicos y a cada cual le tocaba un personaje distinto. A mí me había tocado entrevistar a Almeyda en un grupo con la Deborah Bailey y la Daniela Valdebenito. El inconveniente para nuestra tarea era que Almeyda estaba preso en el anexo cárcel Capuchinos. Y un inconveniente anexo: todavía estábamos en dictadura. Pero nosotras, lesas o excesivamente responsables, nos tomamos la misión en serio. Y lo hicimos: conseguimos entrar a la cárcel, hablamos largo y tendido con Almeyda, y llegamos con la entrevista a la clase siguiente. Después supimos que el encargo era una especie de broma mechona.

Me hubiera gustado mucho estar con ustedes hoy, excompañeros, exprofesores, exautoridades, exfuncionarios, testigos de un mismo tiempo, para ir contrastando recuerdos. Para ir estacionando en el presente esas imágenes que se cruzan en la memoria como estrellas fugaces. Es fome hacerlo de a uno, la verdad. Mucho mejor sería armar el puzle con todas esas piezas sueltas que hemos ido acumulando por separado. Piezas contradictorias y en choque, probablemente, como es la memoria a fin de cuentas: un armado de fragmentos dispersos. A mí se me vienen, ahora que escribo esto, destellos sin ninguna edición. Imágenes sueltas. Las temidas jornadas de examinación de la Universidad de Chile (ay, el implacable profesor Muñoz). O los cambios de sede: pasar de esa casona de suelo de madera, casi un nido familiar, a un edificio más cómodo pero infinitamente más impersonal. O las arrancadas a Viña del Mar a la casa de la misma Deborah para colarnos en el festival de cine (todos queríamos ser un poco cineastas, estoy segura; el que más se acercó al objetivo fue nuestro Felo Fellini). O las fiestas de Pablete en Rancagua. O el viaje a Valparaíso con José Luis Granese (todos medio aspirantes a directores de fotografía, por último, ya que no íbamos a ser cineastas). O la citroneta azul con techo desmontable de la Margarita Cea. O nuestras autoridades inmediatas: doña Lucía Castellón, nuestra perseverante y pacientísima directora (¿cómo está, señora Lucía? ¡Mis saludos!). O Pablo Contreras, secretario académico, que entonces era casi un adolescente y que nosotros (yo, al menos) veíamos como un señor tan señor. O los profesores que dejaron huellas: además de los mencionados Guillermo Blanco, José Luis Granese y Alejandro Guillier, a mí me quedó el recuerdo de Enrique Ramírez Capello, Abraham Santibáñez, Gonzalo Catalán, Luis Cecereu, Alfredo Jocelyn Holt, Claudio Avendaño. Supongo que los primeros que vienen a la memoria serán los que marcaron algo. Cada una y cada uno tendrán sus motivos para recordar u olvidar en este punto, por supuesto. Y seguro que no coincidimos.

Pero insisto que es fome hacer un recuento individual, la gracia es hacerlo entre todos, ir rellenando los huecos e inventándolos, si es necesario. Así que espero que una vez pasado el segmento de formalidades y discursos, pasadas estas palabras y la diplomacia necesaria, se lancen todos al ejercicio de batir la lengua, como tal vez le hubiera gustado decir a Guillermo Blanco. Batir la lengua y ejercitar la memoria y también la imaginación. Váyanse a patiperrear por ahí, chiquillos, que treinta años no es nada. Se los digo desde el corazón de Buenos Aires ahora mismo. Y con todo el ídem de los digo. ¡Salú!

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