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¿Qué hacen aquí?: Niños viviendo en la calle
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¿Qué hacen aquí?: Niños viviendo en la calle

En los últimos cuatro años, es el grupo que más ha aumentado en las calles (38%), pero la oferta estatal para ellos se mantiene congelada y solo hay programas en tres regiones. Durmiendo en micros, carpas o en el pasto, han escapado de sus casas o de albergues. A los niños chilenos, ahora se suman cientos de niños migrantes, que entran al país con sus familias o cruzando solos el desierto por pasos no habilitados.

Por Equipo Vergara 240

9 de Septiembre de 2022

“El sistema está mal porque siempre lo ven como algo técnico, pero lo que los cabros necesitan ahora es algo que sea una solución más del corazón, algo que sea más potente de hablar, dialogar (…). Pisar al pisado es una mierda”.

Bryan (18) vive en la calle desde los 13 años. Dice que ha pasado por 11 hogares del Sename, centros penales y otras instituciones.

Hace algunos meses fue expulsado de un albergue de la Fundación Don Bosco en una casa en La Cisterna, donde pasaba las noches junto con un monitor y otros cinco adolescentes.  

Pese a que desde las organizaciones que lo acogían le pagaron un hostal por unos días, ahora lleva una semana viviendo en la calle junto con su polola Carmen (18). No tienen comida, ni baño, ni dinero.

Pasan las noches “de micro en micro”, como ellos llaman a atravesar la ciudad en un recorrido completo de un bus, intentando dormir un poco más seguros y con menos frío.

La noche anterior a la primera vez que conversaron con Vergara 240, Carmen no quería pasarla en una micro y para poder descansar mejor, decidieron dormir en el pasto del Parque O’Higgins, en Santiago. “Por eso no tengo el pelo liso”, se ríe Carmen, mientras cuenta que despertaron en medio de la madrugada, por el frío y la humedad.

“Me echaron, me tiraron a la calle (…). Me echaron también porque me mandé hartas cagadas. No debí, pero tampoco me arrepiento…. porque me echaron a la calle y no tienen el pensamiento de ‘¿cómo está el Bryan?’ (…). Ahora estamos pasando frío, pero son cosas que suceden”.

– ¿Se han intentado comunicar contigo después de eso?
Nadie.

Así como sucede con el resto de las personas que viven en la calle, hay una cifra negra de niños, niñas y adolescentes en esta situación.

Según datos solicitados a través de la Ley de Transparencia al Ministerio de Desarrollo Social, los niños en la calle aumentaron 38,2% entre 2018 y 2021, totalizando 271 personas entre 0 y 18 años en todo el país.

Pese a que es el grupo etario que más ha aumentado, los programas del Estado que buscan albergarlos se mantienen con los cupos congelados (166) y el presupuesto prácticamente invariable (cerca de mil millones de pesos, para programas que se adjudican por dos años).

La última vez que hubo un conteo de los niños que viven en situación de calle fue en 2018, y el Ministerio de Desarrollo Social determinó que eran 547 pernoctando en caletas y plazas, la mayoría de las veces acompañados por otros niños para protegerse.

Desde esa fecha, no se sabe cuántos son, pero los organismos que trabajan con la infancia han levantado la alerta de un evidente aumento.

Candy Fabio, oficial de protección de Unicef, asegura que “no es posible precisar si esta cifra ha aumentado o disminuido, pero a partir de la emergencia producto del Covid 19, desde 2020 a la fecha no solo ha sido una emergencia de salud, sino también es reconocida como una emergencia socioeconómica que ha afectado a niños, niñas y adolescentes y sus familias”.

Las cifras de 2018 sirvieron como base para un estudio de la Defensoría de la Niñez que caracterizó a los niños que viven en la calle en 2022. (Nota Técnica N°4.).

La Defensoría de la Niñez logró determinar que, desde julio a septiembre de 2020, 649 menores entraron a programas de protección de derechos de Sename ya que se encontraban en situación de calle, aumentando el número en 35,8% en relación al último conteo realizado en 2018.

Uno de los autores de ese estudio es Gabriel Guzmán, quien explica que si ya es complejo contabilizar a las personas en situación de calle a través del Registro Social de Hogares (por que no todas las personas están inscritas en este instrumento), es aún más difícil en el caso de los niños, ya que solo se considera a los que están en compañía de un adulto. “Hay muchas diferencias entre lo que alcanza a registrar el Registro Social de Hogares con la realidad territorial”, explica.

Guzmán, quien lleva casi una década investigando temas relacionados con la niñez, cree que a diferencia de lo que muchos sostienen, no es que haya cambiado el perfil de los niños en situación de calle, sino que se han sumado nuevos actores, como niños y niñas migrantes y familias completas en la calle.

“Hay un grupo de menores de edad no acompañados en situación de calle, que ha existido históricamente debido a una mala oferta estatal. La mayoría son niños, niñas y adolescentes que viven en la calle, que escaparon de un Sename con muchas falencias. En la actualidad, posterior al estallido social, la pandemia y la crisis migratoria, a este grupo se sumó otro: el de menores de edad acompañados por sus familias”, dice.

Bryan viene de una historia de vida en residencias estatales. “Yo he vivido en tantos Senames y también estuve en la cárcel de menores, ahí veía mucha vulneración. Es fome pasar por todo eso (…). Llamaban a los pacos y me tiraban gas pimienta, eso igual es una vulneración de derechos (….). Me tiraban gas, me pegaban palos, me tiraban agua”,  recuerda.

Angélica Ramírez, investigadora del Centro de Estudios en Seguridad Ciudadana de la Universidad de Chile (CESC), especialista en justicia penal juvenil, dice que uno de los factores por los que niños, niñas y adolescentes terminan en situación de calle es debido a que son parte de familias con situaciones complejas. “Tienen muchas dificultades económicas, hay violencia intrafamiliar, hay consumo de sustancias”.

Bastián (17) está en situación de calle desde los 12 años. Tiene una hermana en el Sename y una hija de cuatro meses. Su mamá y papá fallecieron. 

Asegura que ya tiene 55 causas por distintos delitos. “Yo no tengo a mi mamá que me diga, puta, Bastián, que me venga a ver o que me dé un abrazo (…). Yo no tengo a mi papá que me diga, puta, hijo, ven a meterte al Ejército conmigo, porque mi papá era sargento. Y ya no lo tengo. Yo no tengo nadie aquí, lo único que tengo es a mí”.

Después de la muerte de su mamá, sufre crisis de pánico y cuenta que se ha intentado suicidar varias veces, “pero hay algo que no me lo permite”.  

“A veces puedo pasar mucha rabia”, y cuando ese sentimiento se intensifica, comienza a convulsionar. Dice que ha pasado por decenas de psicólogos, pero siente que nadie lo ayuda en realidad.

“Una vez le di un combo a uno que me dijo que dejara de robar. Yo estoy robando por mi hija de cuatro meses, le respondí”. 

“Pero nadie me ayuda, no digamos que, puta, viene el psicólogo y me dice, ya Bastián, te vamos a ayudar en esto, te vamos a ayudar a encontrar aunque sea a alguien de tu familia para que te apoye. Nadie. Yo no recibo nada, nada de ayuda, por eso a mí no me gustan los psicólogos ni los psiquiatras, porque en vez de ayudarte, te meten más weás a la cabeza. Antes estaba con un psicólogo, y le contaba toda mi historia y me hacía mal la historia que le contaba. De mi mamá cuando falleció, cuando me mataron a mi papá, cuando caí en cana. Pero después cambia el psicólogo y me hace mal volver a contar toda la historia de nuevo”.

Tampoco tiene contacto con el resto de su familia. “Tengo un tío, una familia, pero son todos narcotraficantes. Mi primo, sicario. Y no me quiero meter en esa vida culiá, porque sé que no voy a andar durmiendo tranquilo. Pero cualquier día podría volver al barrio a trabajar para ellos”, asegura Bastián.

Matías (17) vive en el albergue de La Cisterna del que expulsaron a Bryan. Pero antes lo hacía con sus abuelos y su mamá, hasta que ella se fue. “El psiquiatra le dijo que dejara de vivir conmigo. Él no es un apoyo y te está como tirando para abajo (…). Mi mamá se fue. Quedé viviendo con mi pura abuela”, recuerda.

Su abuelo murió hace dos años, en plena pandemia, y el único ingreso de la casa era la pensión de 300 mil pesos que recibía su abuela. “Con tres gambas en un mes, no haces nada, así que me puse a robar. Empecé a darle plata a mi abuela, le compraba el gas, arreglé las goteras, cambié el calefont. Vivía con mi abuela, me fui preso. Me reventaron la casa los pacos y mi abuela se fue a vivir con mi tía”. 

Matías cumple una condena de tres años con libertad asistida y cada mes tiene una audiencia de seguimiento. Cuando salió de la cárcel volvió a vivir con su mamá, pero seguían discutiendo, por lo que optó por irse a la calle y luego llegó al albergue.

Dice que el lugar le gusta. “Se puede dormir, nomás, pero por último no paso frío. Y es bacán, porque en la calle andaba a puras fogatas para no pasar frío”.

El consumo problemático de drogas es otro de los factores comunes que tienen los niños, niñas y adolescentes de la calle. Pero los especialistas dicen que se ha ido modificando con el tiempo. “En los 90, muchos de los niños que vivían en las caletas consumían neoprén o cosas así, drogas que ahora ya no se ven (…). Ahora no tenemos ese problema, pero sí tenemos otro tipo de droga. Hay policonsumo de sustancias”, explica Angélica Ramírez.

“Uno en la calle era bueno para drogarse, el tussi, las pastillas, la marihuana”, reflexiona Matías. “A mí no me gusta contarle las weás mías a la gente, no me gustan los psicólogos en ningún lado. Me tomo unas pastillas y prefiero dormir, nomás”.

Bastián también toma pastillas. “Mire, para qué le voy a mentir. Las pedí para puro drogarme, no las pedí porque dormía mal (…). Le dije al psiquiatra, puta, sabe que necesito tomar pastillas. Me dijo, mire, tenemos quetiapina y clonazepam. Me las tomo nomás y quedo todo drogado, todo volao”.

Foto Centro Recreativo Ñuñoa.

Deambular de un centro a otro

Carmen vivía con su abuela que falleció durante la pandemia. Hace un año comenzó a ser usuaria de la red de albergues del Ministerio de Desarrollo Social. Las noches las pasaba en el albergue de la Fundación Don Bosco en La Cisterna y el día en el Centro Recreativo de la Fundación Prodeni en Ñuñoa.

Luego de eso fue derivada al dispositivo de Viviendas Compartidas de la Fundación En Marcha, donde estuvo dos meses, hasta que se fue por problemas con las monitoras a cargo, dice. Le ofrecieron volver al albergue Don Bosco, pero no quiso. “Ahí ves tú dónde te quedas, si te quedas en la calle es tu problema. Una cosa así me trataron de decir”. 

“No había pan, no había nada (…). Teníamos que cocinar nuestra comida y no había un menú, una orientación, a veces no había ni comida, lo único que les pedíamos era si podían comprar pan”, dice Carmen sobre su paso por el centro. Pese a que tenían una cama y una ducha con agua caliente, les faltaban muchas otras cosas, desde la pasta de dientes hasta la contención emocional, recuerda. 

Vergara 240 consultó a Fundación En Marcha, pero optaron por no responder.

Los tres centros por los cuales ha pasado Carmen, constituyen la oferta para niños y adolescentes en situación de calle en la Región Metropolitana, que junto con los mismos dispositivos en Valparaíso y Los Lagos, suman los 166 cupos que el Ministerio de Desarrollo Social tiene desde 2018 para el programa Red Calle Niños, con una inversión de 1.200 millones de pesos en programas que se adjudican por dos años.

El albergue de La Cisterna (seis cupos) funciona solo entre las 8 de la noche y las 9 de la mañana, mientras que entre las 9 y las 18 horas los jóvenes pueden asistir al centro recreativo de Ñuñoa (42 cupos). En cambio, las Viviendas Compartidas operan a tiempo completo y tienen cupo para cuatro adolescentes.

Valentina Sepúlveda, encargada de Red Calle Niños en el Ministerio de Desarrollo Social, cuenta que estos dispositivos funcionan desde 2020. Actualmente están solo en tres regiones del país y llegan a 152 niños, niñas y jóvenes (42 en la Región Metropolitana, 78 en Valparaíso y 32 en Los Lagos).

Salvador Gaete es el director del Centro Recreativo de Ñuñoa, que es ejecutado por la Fundación Prodeni. Dice que a diario reciben entre 8 y 12 jóvenes, quienes vienen desde albergues, las Viviendas Compartidas o la calle. 

“El programa lleva recién un año. Ha sido un periodo experimental, porque por primera vez se genera una red entre distintos dispositivos que no son administrados por una misma organización”.

Comparte la opinión Jesús Godoy, coordinador del Centro Recreativo de Los Lagos, que atiende a 45 niños, niñas y adolescentes, en su mayoría hombres de alrededor de 15 años. “Es una política piloto”.

Además de Red Calle, existen tres proyectos en Arica y Parinacota (25 cupos), Bio Bio (45 cupos) y La Araucanía (18 cupos), financiados por la Subsecretaría de la Niñez, que solo entregan apoyo sicológico, pero no albergue.

Las organizaciones que trabajan con niños y la propia Defensoría de la Niñez han manifestado su preocupación por la falta de albergues, y porque pese al aumento de los niños en calle, los cupos se han congelado durante los últimos años. 

La Nota Técnica Nº4 sostiene que el presupuesto no ha tenido cambios y que el de 2022 no está especificado en la Ley de Presupuestos.

Valentina Sepúlveda cuenta que cuando se presentó la iniciativa, fue pensada para todo el país, con la idea de que se cubrieran las necesidades de cada región, pero el presupuesto no fue suficiente, reconoce.

“Nos dieron un presupuesto para solo tres regiones, que eran las que más tienen adolescentes en situación de calle de perfil habitual, pero por otra parte, en Biobío y Arica tienen un número importante que no logramos incluir en el programa”.

 

“Con dos pastillas no sentís la cama”

En junio de 2018 el Ministerio de Desarrollo Social, junto con la Fundación Don Bosco, abrió en La Reina el primer albergue en el país para niños y niñas en situación de calle. “La casa está preciosa, muy completa y de alta calidad”, fue lo que dijo Sergio Mercado, director ejecutivo de Don Bosco, el día en que se inauguró el recinto.  

Pero hoy, según el propio Mercado, la casa quedó muy pequeña y por eso ahora funcionan en La Cisterna.

Foto albergue de La Cisterna

El albergue es voluntario y debe proveer una cama, baños con agua caliente y alimentación. “No tan solo tiene el objetivo de satisfacer necesidades básicas de sobrevivencia, sino que también de insertar a los y las jóvenes en la sociedad”, asegura Mercado.

Bryan cuenta las razones de su salida del albergue de la fundación. “Me echaron primero por no levantarme temprano, porque hay una hora, sí o sí, que tienes que salir temprano”.

Bastián y Matías, no creen que el centro sea un lugar “ideal”, pero prefieren estar ahí que en la calle.

– Algo pero para dormir tenemos.
– Pa’ dormir sipo… con dos pastillas no sentís la cama.

Algunos trabajadores tampoco están conformes con el servicio que se entrega. Uno de ellos afirma que no tienen presupuesto para los gastos asociados a los jóvenes. “Recibimos 400 mil pesos para alimentación, ropa y artículos de aseo. No hay manipuladora de alimentos y la minuta de alimentación no es planificada por una nutricionista, por lo que tienes que ingeniártelas para preparar comidas diversas”, dice el funcionario que pidió el resguardo de su identidad.

Además cree que, como los jóvenes han pasado por realidades tan precarias en su vida, se conforman con muy poco. “Los chiquillos muy escasas veces son regaloneados, por ejemplo, con comida rica, con ropa bonita (…). De vez en cuando llegan cosas como galletas, pero duran una semana y el resto del mes no hay nada”.

Los jóvenes relatan que incluso tienen dificultades para conseguir ropa. “Llega ropa de donación y vienen otros weones de la calle y se llevan todos los pantalones, las poleras todo”, se queja Bastián.

“Todos me dicen, tienes que preguntar si hay ropa ¿Por qué tengo que preguntar? Yo le digo, tía, no toda la vida voy a estar preguntando, ustedes también tienen que fijarse, usted también tiene que fijarse si ando con las zapatillas rotas. Mire, todo esto lo conseguimos nosotros, la ropa, este buzo yo me lo conseguí entero”, recalca Bastián sobre su situación dentro de los dispositivos estatales.

Trabajadores del albergue también se quejan de la rotación del personal. “Pasa mucho de que los cabros, cuando tienen descompensaciones, rompen todo, y no tienen a quién hablarle por la rotación de personal. No hay como un apego con ellos, también hay muchos profesionales que están muy alejados de la realidad de los cabros, sin entenderla, aunque eso no es su culpa”, relata el funcionario del lugar.

Agrega que en el albergue se reproducen las vulneraciones que han sufrido los niños y niñas a lo largo de sus vidas, ya que no se les entregan las herramientas adecuadas para cuando los jóvenes egresen del lugar o sean expulsados. “Los niños pueden mandarse muchas cagás, pero no se les puede expulsar así y que no tengan las herramientas necesarias para cuando salgan a la calle. Es dejar a alguien en situación de calle”, comenta el profesional. 

Dado que el albergue funciona solo hasta las 9 de la mañana, los adolescentes deben abandonar el centro y escoger entre quedarse en la calle durante el día o pasar la jornada en el centro recreativo de Ñuñoa. Pero no hay traslado desde un centro al otro y ellos deben ver cómo realizar el trayecto. 

“A veces tenemos que pasar por arriba de los torniquetes, porque no tenemos plata para cargar la BIP (…). Yo me he agarrado a combos con los mismos guardias (del Metro), con los mismos funcionarios. Un día me agarré a combos con uno y un loco sacó una luma, yo se la quité y le saqué la chucha (…). Igual estamos funaos en los metros”, cuenta Bastián.

Sergio Mercado asegura que “en general, los chiquillos se mueven solos. No puedes olvidar que esos niños ya están viviendo en la calle; entonces, no tienen en realidad problemas de orientación o movilidad”.

Consultado por las críticas, Mercado respondió por escrito que “el albergue es un dispositivo de pernoctación nocturna. Su única labor es brindar alojamiento nocturno a los niños, niñas y adolescentes que forman parte de la Red Calle Niños, entregando diariamente todas las prestaciones que le corresponden. Todo otro servicio desde diagnóstico, atención psicosocial, tratamiento especializado y reinserción social conducente al egreso, es responsabilidad de los otros dispositivos ejecutados por otras instituciones”.

En el centro recreativo de Ñuñoa pueden usar durante el día libremente las instalaciones, computadores o escuchar música con volumen alto. 

Salvador Gaete, director del recinto, comenta que en el lugar “los jóvenes tienen la oportunidad de participar en talleres de su interés y que les den herramientas para el futuro. Incluso se realizó una asamblea en donde se les preguntó qué se debía mejorar y cuáles podrían ser las temáticas de las siguientes actividades”.

Pero los jóvenes relatan que “nunca cumplieron todo lo que dijeron, porque siempre te cuentean que van a hacer un taller, que puta, que van a hacer esto, y uno queda con las ganas, con las ilusiones, y después dicen que el taller no está”. 

Salvador Gaete explica que los talleres son de oficios y el último que realizaron fue de costura, para aprender a confeccionar ropa interior. Oficios que a Bastián y Matías, al menos, no les interesa aprender, según dicen. 

Las deficiencias de los albergues en el país también han sido denunciadas en instancias oficiales, como la Comisión Investigadora sobre Niños Extraviados o Desaparecidos de la Cámara de Diputados, en 2019.

En ella, la directora de la Fundación Infancia Nathalie Oyarce denunció que luego del último conteo de niños, niñas y adolescentes en situación de calle de 2018, “los albergues se hicieron de manera improvisada, pues no hubo planificación. Por ejemplo, una iglesia que está en Catedral con San Martín fue ocupada como albergue por unos días”, mezclando 11 niños y cuatro mayores de edad.

Los jóvenes fueron trasladados a otro centro, y todo terminó en una toma, que relató Oyarce ante la Comisión.

Fuente: Informe Comisión Investigadora de niños extraviados, Cámara de Diputados, 2019.

También expresó su preocupación por el modelo de intervención (el mismo que se mantiene hasta hoy), ya que los niños tienen un lugar donde dormir, pero no reciben las cuatro comidas en un solo albergue, sino que están en diversos dispositivos durante el día. Además, presentaron un recurso de protección por los jóvenes que fueron expulsados del albergue tras la toma. 

Oyarce asegura que la Corte de Apelaciones dejó sin efecto el recurso, debido a la falta de “bases técnicas establecidas” en los programas del Ministerio de Desarrollo Social. “Al no existir esas bases, estaba todo en blanco. No había nada que exigirle en lo técnico a Cidets ni al Ministerio de Desarrollo Social”, explica. 

Durante la toma, realizó una visita la Defensoría de la Niñez que, según la Nota Técnica Nº4, constató “las pésimas condiciones del albergue por la falta de ropa de cama, falta de alimentación, falta de calefacción, la existencia de lugares sucios, ventanas rotas, entre otros”. 

Bryan también estuvo en una toma, pero no recuerda el centro en el que estaba con ni el año en que fue. “Yo estaba alegando porque no había nada. Nadie estaba ni ahí. No había comida, se robaban la plata entre los monitores y le echaban la culpa a mi amiga”, recuerda. 

En la Nota Técnica Nº4 de la Defensoría de la Niñez se exhiben como antecedentes la “carencia de albergues especializados” y los riesgos asociados a la calle, como la “explotación sexual, narcotráfico y violencia”. Esto puede derivar principalmente en un trauma por la “adversidad temprana, polivictimización” y una “alta desconfianza” en el mundo adulto e instituciones.

Bastián sabe de esos riesgos. “Es otra volá porque igual uno en la calle se ha paqueado. Puta, uno tiene que andar vivo para que no lo maten por detrás o no sé po’… es fome la calle. Yo no se la recomiendo a nadie”.

Hace algunos días, Carmen y Bryan fueron desalojados del Parque O’Higgins. Cuentan que cerca de la una de la madrugada, Carabineros les realizó un control de identidad, junto a personal de la Municipalidad de Santiago. Tras el control, les quitaron su carpa y frazadas y no fueron llevados a un lugar donde pasar la noche, según acusan. 

Carabineros no emitió declaraciones al ser consultados por los protocolos frente a personas en situación de calle, aludiendo a que estos corresponden a la respectiva municipalidad, mientras que el director de Desarrollo Comunitario de Santiago, Hugo Cuevas, aseguró que “a las personas en situación de calle nunca les quitamos sus pertenencias” y que no tenía antecedentes suficientes sobre este caso en particular.

Niños migrantes: del desierto a la calle

Yosmerly (15) es venezolana y llegó hace aproximadamente tres meses a Chile junto con su familia. A pesar de que cuenta que en Colombia su mamá y padrastro gozaban de estabilidad laboral y económica, optaron por venir con la promesa de mejores oportunidades. Pero desde que cruzaron la frontera en Colchane, aquel sueño se transformó en una pesadilla.

“Pasamos mucho trabajo caminando. Vimos tantas cosas, vimos cómo robaban a la gente y cómo mataban (…). Prácticamente hemos vivido en la calle desde que llegamos”, relata.

Los registros judiciales de la Región de Tarapacá indican que durante el primer semestre de este año, al menos 5.492 menores de edad ingresaron al país a través de pasos fronterizos no habilitados. Esto se traduce en un aumento del 111% en comparación al mismo semestre del año pasado.

Angélica Ramírez, del CESC, explica que “con la crisis migratoria que estamos viviendo actualmente, ya no solo tenemos a los niños o niñas y adolescentes que están en situación de calle sin supervisión parental, sino que también tenemos familias completas en la calle, incluido los hijos, muchas veces menores de edad”.

De las 702 causas que se registraron en Tarapacá, existen 34 casos de niños, niñas o adolescentes que hicieron ingreso sin un acompañante adulto responsable de ellos. Los primeros casos empezaron a ser identificados a mediados de 2019 por la Defensoría de la Niñez. Al tratarse de una zona fronteriza, relatan que los menores han sido expuestos al ingreso de drogas dentro de sus cuerpos como “tragadores”, mientras que otros son víctimas de trata de menores o explotación sexual infantil.

Geraldine Díaz, coordinadora de la Defensoría de la Niñez en la Macrozona Norte, denuncia el hacinamiento al interior de las residencias para menores de edad. “Por ejemplo, en Tarapacá, en una residencia de protección de Mejor Niñez, de los 15 cupos hasta la semana pasada, había 38 niños y adolescentes. De esos 38, 30 son migrantes”. 

La saturación de estos servicios se extiende hasta las residencias de preescolares y lactantes. Díaz revela que muchos de los casos de niñas y adolescentes embarazadas o con hijos, fueron embarazos que ocurrieron durante su traslado.

La familia de Yosmerly, tras un breve paso por el norte y Rancagua, viajó hasta la capital para instalarse temporalmente en el bandejón central de la Alameda. “Entramos en carpas, porque no teníamos a nadie que nos recibiera”, dice. Unas semanas después, la Municipalidad de Santiago desalojó sus improvisadas viviendas para llevarlos a un hotel, hasta ser derivados al albergue de la Fundación Educere.

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Albergue Educere

La casa de acogida Joane Florvil (en honor a la mujer haitiana que fue acusada de abandonar a su hija, y que falleció semanas después por una falla hepática), de la Fundación Educere, funciona como casa para “familias biparentales con un adulto aparte del progenitor”, menciona Daniela Bien-Aime, coordinadora de la casa, para estar presente en caso de que le ocurra algo al menor. Actualmente, seis de las siete familias que albergan son extranjeras, y una de ellas es una excepción a la norma biparental: el caso de Adriana. 

Adriana (44) asegura que escapó de Venezuela tras el asesinato de su pareja en una manifestación contra Nicolás Maduro en 2019. Después de recibir una serie de amenazas, se fue a Ecuador con sus dos hijas, Nicole (6) y Samantha (8). “Tuve un buen trabajo, tuve cómo mantener a mis hijas. Vivía bien en el alquiler, era súper rápido para conseguir. Solo te pedían una copia de la cédula”, relata.

Luego de dos años y medio en Ecuador, decidió venir a Chile en busca de otras oportunidades, sin pensar las dificultades con las que se encontraría de entrada.

“Desde que llegué a Colchane, mi hija (Nicole) casi pierde la vida por una hipotermia. Yo me entregué a los carabineros desesperada porque, o sea, yo decía si me meten presa no me importa, pero que por lo menos salven la vida de mi hija, porque ella es asmática y prematura”, recuerda Adriana. Personal de la Cruz Roja la asistió con primeros auxilios en Colchane para luego trasladar a Nicole al hospital más cercano en Iquique. “Está viva gracias a ellos”, dice.

Durmieron dos meses en una carpa en la playa de Iquique, hasta que viajó a Santiago en busca de albergues que pudieran ayudarla por el peligro que corría en la vía pública. Al igual que la familia de Yosmerly, llegó a la Fundación Educere, donde le ayudaron a encontrar trabajo como mesera. 

“Se supone que la primera semana ellos tienen que autodenunciarse, solicitar un rut provisorio de salud, provisorio escolar y buscar empleo. La segunda semana, un miembro de la familia debería estar trabajando o tener opciones, y después ya inicia la búsqueda de casa o habitación, que es a lo que suelen tener acceso. Después, la tercera semana visita los posibles lugares de alquiler y ya la cuarta deberían poder estar alquilando, pero en la realidad no es tan así, por eso está la semana extra”, explica Bien-Aime. 

“En el ámbito migratorio son muchas más las brechas, porque vienen de otros países. No tienen una cédula de identidad, y por ello no pueden acceder a todos los derechos, sino que solo acceden a aquellos que tienen de forma básica, como la educación y salud”, expone.

“Con el tema de salud, le han negado mucho a los niños el acceso en los hospitales. En cualquier puesto de urgencia no los atienden”, revela Javiera Quiroz, trabajadora de la casa de acogida Joane Florvil. Además, agrega que esto se extiende a personas embarazadas: “Les están cobrando en la Posta Central 45 mil pesos por atender, aunque sea una urgencia”.

“No te voy a mentir, yo caí en una depresión porque en mi vida yo he dormido en la calle. En mi vida yo he tenido que tener a mis hijas en una carpa”, menciona Adriana.

La familia de Yosmerly intenta encontrar un arriendo lo más pronto posible, para que ella pueda matricularse en un colegio. Es la única adolescente del albergue y está sola con su madre y dos hermanas. “A mi padrastro lo sacaron de aquí, porque él fue a hacer un trabajo un miércoles en la noche y no alcanzó a llegar aquí. Lo sacaron a él y nos dejaron a nosotros. Él está durmiendo ahora en las carpas”, cuenta.

— ¿Y qué más te gustaría hacer aquí en el país? 

— Me gustaría hacer amigos en el colegio, estudiar. Que nos establezcamos en un solo lado y que no andemos por ahí rodando en todos lados.

 


 

Investigación y realización: Camila Bazán, Constanza López, Valeria Pozo, Benjamín Puentes, Cristóbal Rojas, Antonia Salazar, Andrés Pruzzo y Rodrigo Verdejo.
Edición periodística: Cecilia Derpich y Paz Fernández
Fotografía: Juan Eduardo López