Tiene oficina, silla, secretaria, un grupo Whatsapp y hasta una cuenta en Instagram. Desde que su imagen se viralizó durante las últimas Fiestas Patrias, la vida en la embajada transcurre alrededor del gato, que se ha convertido, según los mismos funcionarios, en “la estrella” del Palacio Errázuriz. V240 conoció su historia y comprobó lo que todos admiten, incluso el embajador: que tiene un instinto natural para la diplomacia.
Por Cristóbal Álvarez Rivas
12 de Diciembre de 2025
Son las once y media de la mañana. Al preguntar por él en la recepción de la embajada de Brasil en Chile, dicen que está durmiendo. El propio embajador Paulo Pacheco, sentado en su oficina del Palacio Errázuriz —en pleno centro de Santiago— sugiere esperar.
“Se levantará solo”, dice.
Luego de varios minutos, confirman que se puede ver. Y ahí está, al lado, en el despacho de la secretaria, sobre su cola atigrada, la que enrolla bajo su cuerpo blanco y de pelaje gastado. Sus ojos son grandes, verdes y atentos. Tiene escritorio propio, silla propia y secretaria propia. Todos los funcionarios coinciden en que es un diplomático de estirpe, con un instinto felino para las relaciones humanas y para detectar, al instante, cuando sus granos de comida no han sido mezclados con Churu, una salsa saborizada para gatos.
La puerta se abre. Él entra. Camina lento y seguro, como si calculara sus pasos. Se detiene un instante, inspecciona y, de un salto, se acomoda sobre los muslos del embajador.
Es Branquinho Errázuriz, el gato de la embajada.
Pacheco lo acaricia desde la cabeza hasta la cola, una y otra vez. Branquinho ni se inmuta.
—Es un gran embajador —dice Pacheco, sin apartarle la mirada.
En septiembre las redes sociales de la embajada se llenaron de comentarios y reacciones. La publicación mostraba al gato con un moño tricolor al cuello, celebrando las Fiestas Patrias. En cuestión de horas, la imagen se volvió viral e, incluso, fue replicada en medios nacionales e internacionales. Desde entonces, no hay nadie que no lo conozca o que no haya escuchado de él. Todos lo llaman “la estrella de la embajada” y se diría que Branquinho lo sabe.
Paulo Pacheco, el embajador de Brasil, junto a Branquinho
La historia no empezó con los diplomáticos, sino con las mujeres que limpiaban el palacio cuando aún estaba en remodelación tras el terremoto de 2010. En ese entonces, el edificio estaba casi vacío: unos pocos obreros, un par de guardias y dos trabajadoras del aseo, Marilyn y Sarita. Fueron ellas quienes lo vieron primero.
Marilyn habla con voz baja y pausada. Cada vez que menciona a Branquinho, una sonrisa se le escapa, pero dice estar tranquila, porque sabe que el gato vive bien. Ella lo encontró.
—Entró por la puerta grande —recuerda.
Fue hace más de tres años. Estaba barriendo el pasillo central cuando lo vio detenerse justo frente a ella. Lo llamó. El gato se acercó sin dudar.
—Es obediente —dice—. Por eso le digo gato-perro.
Desde ese día comenzaron a alimentarlo. No había diplomáticos todavía. Lo esperaban a la misma hora, en la entrada, con un plato listo. Carne, pollo y sobres saborizados.
—Cuando mi compañera se iba de vacaciones y no le dejaba los sobrecitos, yo tenía que comprarlos, porque él pedía. Es fino, po’. No come sin salsa. Le gusta su sobrecito.
Lo llamaron Blanquito, su primer nombre. Y terminó siendo parte del turno: primero de ellas, luego de los guardias.
—Lo cuidamos tres años antes de que llegara la embajada —dice Marilyn.
Jaime, el encargado de seguridad, solo interrumpe con datos precisos. Pero cuando menciona a Branquinho, su voz se vuelve más cálida. Lo conoció hace más de un año. Lo elogia, dice que no es sucio, que sale al patio solo cuando tiene que hacerlo. Y que si algo le molesta, reclama.
—Maúlla hasta que uno entiende —cuenta.
Marylin y Sarita asienten.
Sarita tiene una sonrisa amplia y un semblante alegre, que esconde detrás de sus anteojos oscuros. Habla de Branquinho con cariño. Para ella no es un gato común, sino que uno más “vivito”, con técnicas de encanto.
—Es como un hijo chico de todos —describe.
Jaime admite que a veces lo seguían solo para verlo caminar. Si alguien le decía “vamos”, él obedecía. Caminaba dos pasos adelante, guiando el trayecto con aire señorial. Jaime asegura que cada noche salía a realizar las rondas nocturnas con los guardias. No recuerda que haya cometido alguna travesura. Nunca arañó los pliegues largos de las cortinas del palacio ni destrozó el tapiz de los sillones del salón principal.
Pero la calma duró poco. Cuando supieron que el personal de la embajada regresaría, creyeron que los días Blanquito en ese lugar habían terminado.
—Intentábamos sacarlo antes de que lo vieran —recuerda Marilyn.
La preocupación era natural: nadie sabía si permitirían un gato dentro de un edificio diplomático. Sarita admite, entre risa y nervio, que incluso jugaron al cachipún para decidir quién se lo llevaría si lo echaban.
—Nos daba pena —dice—. No sabíamos si la embajada lo iba a aceptar.
Durante esas semanas, siguieron alimentándolo a escondidas.
Cuesta imaginar esa escena ahora: hoy se mueve por los pasillos como si estuviera a cargo, seguro de que está en su territorio.
En la embajada dicen que fue él quien adoptó al cuerpo diplomático, no al revés. Y cuando se cuenta su historia, siempre empieza igual: “El gato ya estaba aquí”.
El Palacio Errázuriz fue adquirido en 1941 por el Gobierno de Brasil y desde entonces funciona como sede de su embajada en Chile. Sin embargo, los funcionarios debieron abandonar el edificio en 2013 para iniciar las remodelaciones tras los daños del terremoto de 2010. Recién regresaron a sus dependencias en abril de 2025.
Pero para entonces, Blanquito -aún se llamaba así- era un secreto a voces. Claudia, secretaria del embajador, relata lo que le advirtieron los jardineros cuando llegaron: “Parece que hay un gato por aquí”. Dice que el rumor le hizo ilusión.
Para la suerte del gato, la embajada estaba llena de amantes de los felinos. El embajador, el ministro consejero y buena parte del equipo diplomático lo eran desde antes de llegar al palacio. Por eso, cuando se decía que un gato rondaba por los jardines, nadie pensó en echarlo. Al contrario: querían verlo. Claudia recuerda que una pregunta se volvió diaria: ¿Dónde está el gato?
El embajador Paulo Pacheco había oído hablar de él antes de verlo.
En su primera visita oficial al palacio —junto al canciller Alberto van Klaveren— lo vio cruzar el patio. Corrió por el lugar, como escondiéndose. Dudó si era el mismo del que tanto había escuchado. Pensó: ¿será ese el gato?
Diplomático con más de cuarenta años de carrera —y desde hace cinco, la máxima autoridad de Brasil en Chile—, sonríe cuando recuerda esa escena. Habla con entusiasmo de su afición por los gatos, una pasión que —cuenta— nació precisamente en Chile, el día en que dos gatas se instalaron en su casa de Las Condes, justo cuando se mudaba. Desde entonces, pasa horas estudiando su comportamiento. Sigue cuentas de amantes felinos en Instagram y asegura que ha aprendido a leer su lenguaje.
—A veces pienso que, si alguien me investigara, creería que Brasil desarrolló un sofisticado sistema de cifrado de mensajes a través de los gatos —bromea.
Luego del avistamiento, la “mafia gatera” de la embajada —incluido el propio embajador— ya estaba decidida a encontrarlo. Sabían que aparecía solo para comer y después se perdía entre los jardines. Marilyn y Sarita lo alimentaban cada mañana. Nadie más lo había visto.
—Venía, comía y se iba. Era como un fantasma —recuerda Claudia.
Entonces armaron un plan. Claudia compró la mejor comida que encontró y la dejó junto al despacho del embajador.
Funcionó. De a poco, Branquinho empezó a mostrarse más confiado. Entraba, comía y ya no desaparecía de inmediato. Se instaló.
Hoy, camina por los pasillos como si supervisara el lugar. Se detiene frente a las oficinas, observa un instante, y sigue. A veces entra a una y si alguien se levanta, ocupa la silla sin pedir permiso. En ocasiones duerme en la recepción; otras, al lado del embajador.
—Es ordenado, pero tiene carácter —dice Claudia—. Si algo no le gusta, lo hace saber.
El tema de las sillas fue una batalla perdida. Claudia intentó todo: camas, mantas y cojines. Nada sirvió.
—Solo quiere las sillas —cuenta.
Al final, el gato ganó la negociación: tuvieron que instalarle una silla propia, al lado del escritorio de Claudia, que está dentro del despacho del embajador.
—Tiene oficina, tiene silla y tiene horario —resume la secretaria—. Duerme hasta las tres o cuatro… y después toma su once, como buen chileno.
Claudia es brasileña, risueña y de entusiasmo contagioso. En un español casi perfecto, habla de Branquinho. Muestra fotos y videos en el celular; cada vez que él aparece en pantalla, sonríe.
Branquinho está en su silla, quieto, observando desde su rincón. Parece dormido, pero no lo está. Cuando lo mencionan, abre los ojos, se baja con calma y camina hacia la puerta, como si entendiera que hablan de él. Se detiene. Mira fijo. Y luego regresa a su lugar.
Claudia está sentada en un sillón grande del pasillo, describiendo su rutina como cuidadora del gato diplomático. Entonces Branquinho reaparece. Cruza el pasillo con paso lento. Todos lo observan. Se detiene frente al sillón, da un par de vueltas y se instala. Claudia se ríe.
—Él sabe que está en una entrevista —dice.
Branquinho tiene equipo de prensa propio: un grupo de WhatsApp llamado Asesoría de Prensa Branquinho Errázuriz. Ahí se reportan sus movimientos oficiales: Branquinho en protocolo. Branquinho en recepción. Branquinho en el jardín.
—Si alguien encuentra una buena foto o video, la manda ahí y yo la publico en su Instagram —explica Claudia, mostrando el celular y la cuenta @branquinhoerrazuriz, donde se ve todo el contenido del felino.

En la práctica, el gato tiene su propio sistema de comunicaciones internas. El embajador también participa. Cuenta que una vez lo encontró dormido en el sofá de recepción.
—Le saqué una foto y puse: “Funcionario durmiendo en servicio”.
Desde entonces, Branquinho está bajo observación permanente. O casi. Un día, la embajada entró en alerta: el gato había desaparecido. No estaba en su silla, ni en la ventana del despacho, ni en el sofá de recepción. Tampoco en el jardín.
—Mandamos a los guardias por todo el palacio. Era un operativo completo —recuerda Claudia.
Buscaron en cada rincón. Nada. Luego de unos minutos, la embajada de Brasil lo asumió: habían perdido a su gato oficial.
A las diez de la mañana, seguían buscándolo sin éxito. Claudia, ya nerviosa, miraba el teléfono cada minuto. Rompió el protocolo y escribió en el chat institucional: “Perdón por usar este grupo, pero Branquinho tiene hora con la veterinaria y desapareció”. Como si entendiera lo que venía, el gato se había fugado justo el día de la vacuna.
—Él sabía que tenía veterinario —dice Claudia.
A las tres de la tarde suspendieron la cita. Solo horas después, Branquinho apareció caminando por el pasillo.
—Llegó como si nada —recuerda Claudia.
Le tomaron una foto e informaron al grupo: “Apareció”. Había conseguido lo que quería: mover a una embajada entera solo para evitar una vacuna.
Mientras Claudia cuenta el episodio, su celular vibra. Una nueva veterinaria confirma la hora para el chequeo completo de Branquinho. Esta vez, dicen, será inevitable. Ahora el gato está instalado en su oficina, con carné al cuello. Todo el edificio lo sabe: vendrá un especialista a revisarlo. Preguntan dónde está y recomiendan tenerlo vigilado.
Claudia sonríe y asegura que, esta vez, no se escapará.
Por Sebastián Ortiz Aguirre | Ilustraciones: Violeta Irarrázabal
Por Thyare Jiménez y Matilde Irarrázabal | Ilustraciones: Violeta Irarrázabal
Por Agustín Rojas, Jesús Martínez, Benjamín Ortiz, Daniela Barrios, Miguel Aburto y Tamara Olmos
Conducción: Valentina de Marval | Dirección: Patricio Cuevas