La aparente tranquilidad se acaba y comienza la represión. Nos replegamos hacia calle Bustamante y continúa el caceroleo. Veo una escena emocionante. Un abuelo observa y se une a los gritos de lucha mientras sus ojos rojos lloran afectados por los gases lacrimógenos. Un joven se acerca, le pregunta si está todo bien y le entrega una mascarilla blanca. Se escuchan disparos y nos alejamos caminando. Un hincha de la “U” le pide a mi hermano una foto ya que está usando el buzo del club. Le comenta que está recopilando imágenes de los bullangueros que protestan. Le sugiere que se oculte el rostro con la pancarta. En eso aparece una orquesta tocando el Bella Ciao. Grabamos hipnotizados por el ritmo. Represión más fuerte. Comenzamos a correr con la canción de fondo.
Pasadas unas cuadras vuelve la tranquilidad y las cacerolas y aplausos suenan fuerte. La gente graba desde sus departamentos. Seguimos a la multitud, pero ya estamos a solo unas cuadras de casa. Es hora de volver. Llegamos felices al skatepark de Bustamante. En esos pastos y bajo esos árboles jugué de pequeña, caminé de la mano de mis padres, reí con amigas, me enamoré de adolescente y lloré por un corazón roto. Es el barrio donde crecí, conozco las calles y cada rincón y atajo que existe. Por eso cuando apareció el zorrillo me sentía tranquila. Estaba en mi parque. Pero en una fracción de segundos ese mismo pasto se transformó en un infierno. Tras recibir algunas piedras de la gente, carabineros bajan del vehículo y comienzan a disparar directo a las personas. Alcancé a correr unos centímetros y caí al piso al sentir un impacto en mi muslo izquierdo. Mi cara se azotó en ese pasto de infancia. Mi hermano me levantó y corrimos escapando de los disparos que no cesaban.
Atravesamos Francisco Bilbao y solo gritaba preguntando si tenía sangre en el pantalón. Imaginé lo peor. Mientras corríamos sentía cómo mi celular vibraba al interior de mi banano. Mientras dos mujeres me asistían y tranquilizaban tras los muros exteriores del metro Parque Bustamante, el celular seguía vibrando. Era mi madre que desde hace rato escuchaba rondar el helicóptero cada vez más frecuente. Significaba que la represión se acercaba. Significaba que nos podía pasar algo. 5 llamadas perdidas y 5 mensajes de WhatsApp. Alcancé a leer uno: “Cata, vénganse porfa”.
Estábamos a solo dos cuadras de mi casa, pero parecían kilómetros de distancia. “Cata tranquila, no hay sangre”, me repetía mi hermano. En un paradero distinguí dos delantales blancos “¿Chiquillas son estudiantes de medicina? Necesito ayuda, me dispararon”. Rápidamente tomaron sus cosas y entramos en la calle en donde vivo. Entremedio de dos autos estacionados me bajé los pantalones y vi la herida ensangrentada en mi muslo. Me abrazaron fuerte y me advirtieron “Esto te va a doler, respira profundo”. Mientras, mi hermano sostenía mi mano sudorosa y temblorosa.
¿Cómo le dices a tu madre que su mayor miedo se cumplió? ¿Que tu vida corrió peligro y que nunca volverás a ser la de antes? ¿Cómo le dices a tu padre que viviste la misma historia de represión que tantas veces te contó de la dictadura? ¿Cómo reabres las heridas de una época que ambos vivieron?
Los días y noches siguientes se tiñen de gris. Miedo a dormir. Cierras los ojos y ves a tu pueblo masacrado. Miedo a prender la luz en la madrugada de un toque de queda y que te vean los milicos. Miedo a que un paco te vea la herida y el moretón en la calle. Miedo a que todo se repita, que la historia sea distinta y no tengas la suerte de que haya sido un balín que rebotó. Miedo a que le pase a tu hermano, amigo o un ser querido. Miedo por todas las personas torturadas, asesinadas y violadas. Miedo porque hay denuncias de que torturaron personas bajo tus narices, en un cuartel subterráneo en la estación de metro que recorres todos los días.
Pero la lucha continúa. El viernes 25 de octubre vuelvo a salir a la calle. Es la marcha más grande de Chile y hay que apoyar. Luego se transformaría en una rutina inconsciente. Plaza de la Dignidad a las 17 horas. Sacas de la cocina la olla y la cuchara de palo, te pones la bandana y envías tu ubicación en tiempo real. Caminas unas cuadras y todos están en lo mismo. La gente se sonríe y las miradas de unidad te recomponen de todos los traumas por unos momentos. La lucha continúa.
Hace unos días por primera vez volví a pasar por el skatepark de Bustamante. Se me apretó el corazón y me detuve. Mientras revivía el recuerdo de los disparos y el dolor punzante en mi pierna, el celular en mi banano volvió a vibrar.
– Hija ¿llegaste bien a la casa?
Ahora te digo mamita que sí, llegué viva y con mis dos ojos.