“Los periodistas nos estamos poniendo demasiado protagonistas por la búsqueda del dinero y la fama. No me gusta cuando los periodistas aparecen hablando en primera persona. Me choca, me da una sensación de poca independencia”, le confesaba Raquel Correa poco antes de morir a Patricio Cuevas en la UDP.
“Los periodistas nos estamos poniendo demasiado protagonistas por la búsqueda del dinero y la fama. No me gusta cuando los periodistas aparecen hablando en primera persona. Me choca, me da una sensación de poca independencia”, le confesaba Raquel Correa poco antes de morir a Patricio Cuevas en la UDP.
Es tentador para nosotros creer que nuestra propia lucha personal sea la más importante. Y que desde sus vaivenes puedo juzgar al mundo y sus protagonistas, un idealismo de grandes causas, pero lamentablemente también la primacía de mi propia y exclusiva ensoñación. Con esto no se hace periodismo. Los prejuicios y los dogmas que se hayan adquirido, eso que es también pura vanidad, no servirá para hacer buen periodismo; despojarnos de ellos será una obligación.
Cerramos un año en que la vanidad devoró a los medios más poderosos del planeta, los diarios, los canales y las radios que durante meses no lograron captar lo que estaba creciendo bajo sus narices: la sombra de Donald Trump. Algo que las redes sociales presagiaban con intensidad desde hace semanas, esos poderosos medios lo ignoraron.
¿Qué hicieron mal estos medios de comunicación? Hay diferentes diagnósticos. Unos hablan de que se dejaron hipnotizar por las encuestas y se hicieron indemnes a la realidad. Otros dicen que el prurito de congregar grandes audiencias los llevó a privilegiar los ángulos más escabrosos de la campaña. Unos más sostienen que existió un prejuicio anti Trump que exacerbó sus defectos olvidando que lo realmente peligroso eran sus ideas. Existen también los malhumorados porque los medios perjudicaron a Hillary Clinton cada vez que estuvieron disponibles para difundir sus correos electrónicos.
Creo que todas estas razones pueden ser correctas, pero veo también que hay algo de imprudente vanidad en los medios y en los periodistas que se sienten culpables de un resultado electoral. Como si fuera misión del periodismo guiar conciencias y no alumbrarlas. Lo primero es propaganda, lo segundo es información.
La egocéntrica confianza de que los medios pueden decirle a la gente qué pensar pudo ser el peor de los errores porque especialmente en el mundo digital es precisamente al revés: los periodistas estamos obligados a mirar entre líneas lo que nos dicen las audiencias. Cumplir esta responsabilidad requiere de tres fundamentos:
Primero, los periodistas estamos para conocer la realidad mejor que nadie y por eso nuestra primera función es reportear. En vivo. Con menos encuestas y más entrevistas. En la calle, en las casas, en los campos.
Segundo, los periodistas debemos esforzarnos por recuperar la imparcialidad, la distancia frente a los hechos, reemplazando las ganas de participar de ellos, por los estándares del investigador que se distancia y reporta sus hallazgos.
Tercero, los periodistas tenemos que trabajar con las emociones según nos demanda la captura de audiencia, pero no debemos cegarnos con ellas, pues es precisamente parte de nuestra tarea comprenderlas para luego, con distancia, describirlas.
Esta objetivización del oficio que reivindico parece más necesaria que nunca ahora que hemos visto que las redes sociales, donde los periodistas pierden razón a cambio de populares liderazgos, son capaces de multiplicar las peores ideas que puedan imaginarse.
Hace medio siglo, Luis Hernández Parker, quizás si el mejor de los periodistas que hubo en Chile, daba cuenta de lo difícil que es ejercer el periodismo en serio: “Para muchos derechistas, soy comunista; para los comunistas, agente del gobierno o algo peor. La gente de Matte me estima radical y muchos radicales afirman que estoy vendido a Matte. Para no pocos funcionarios de gobierno soy no solo ibañista sino también conspirador, pero para los ibañistas soy un funcionario gubernamental (…) yo sin embargo hasta donde pueda seguiré apartándome de las intrigas, de las zancadillas y de los odios procurando informar la verdad sin herir la honra de las personas”.
“Para muchos derechistas, soy comunista; para los comunistas, agente del gobierno o algo peor. La gente de Matte me estima radical y muchos radicales afirman que estoy vendido a Matte. Para no pocos funcionarios de gobierno soy no solo ibañista sino también conspirador, pero para los ibañistas soy un funcionario gubernamental (…) yo sin embargo hasta donde pueda seguiré apartándome de las intrigas, de las zancadillas y de los odios procurando informar la verdad sin herir la honra de las personas”.
Informar, esa es nuestra primera y gran tarea, la que nos justifica en una sociedad democrática que aspira al debate de ideas y el pluralismo de sus expresiones. Tarea humilde en la que sobra la vanidad y el aspaviento personal.
El único seguro que puede proteger a los jóvenes periodistas de la vanidad será el respeto a las viejas reglas del periodismo: la observación desprejuiciada de los hechos, el reporteo sin dobles ni mezquinos intereses, el anhelo de la mayor objetividad, de la narración desprovista de opiniones personales, de las citas, los datos, y sobre todo de la independencia total de banderas políticas, religiosas o financieras. Que no haya más intereses que perseguir que aquellos que se revelan por el reporteo. Con el único deber que nos justifica ante el mundo: contar las cosas que pasan porque no deben pasar más, o porque queremos que se repitan porque le hacen bien a nuestra trama social.
“Inútiles serían las precauciones del reportero para proteger la verdad de los prejuicios de sus informantes, si no empezara por ahogar sus propios prejuicios”, afirmaba Ramón Cortez Ponce, el primer director de una escuela de periodismo en Chile hace 60 años.
Sobre esta sencillez se construyó el periodismo moderno.