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No bombardeen Punta Arenas
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No bombardeen Punta Arenas

Hace 40 años, Chile y Argentina firmaron el Tratado de Paz y Amistad que definió los límites al sur del Canal Beagle. El hito puso fin a una disputa que llevó a ambos países al borde de una guerra que comenzaría con la invasión a Punta Arenas. Entonces, la capital de la Duodécima Región parecía una ciudad acuartelada. El miedo flotaba en las casas, calles, colegios y oficinas. Ésta no es la historia militar ni política del conflicto. Es la historia contada por un niño de 12 años. 

Por Gazi Jalil F.

29 de Noviembre de 2024

POR ESOS DÍAS, llegó Martín Vargas a Punta Arenas.

La pelea con un boxeador argentino se realizó a tablero vuelto en el gimnasio municipal, una enorme construcción de gruesas columnas frente al Estrecho de Magallanes, y al otro día fue comentario general. No por el resultado, sino porque graficó que todo el mundo sabía lo que estaba pasando.

Mi padre llegó con la historia a la casa: al tercer round, el locutor hace un extraño anuncio: que todos los bomberos presentes vayan urgente a sus unidades. Al quinto round, el mismo locutor hace un segundo llamado: que todos los carabineros de franco entre el público vuelvan a sus cuarteles. Al sexto, otro aviso: todos los reservistas y funcionarios de las Fuerzas Armadas que se presenten en sus respectivas unidades de inmediato. Cuando en el gimnasio apenas quedaba la mitad del público, uno de los presentes grita: “¡Martín, noquéalo rápido que va a empezar la guerra!”.

La carcajada fue descomunal. Al décimo round, Vargas ganaba la pelea por puntos.

Esa noche, mientras la gente salía del gimnasio, la ciudad estaba a oscuras. Hacía tiempo que los postes del alumbrado público permanecían apagados, lo que le daba a las calles un aspecto tenebroso. Tampoco había luz en los letreros de los negocios ni en las casas, cuyas ventanas estaban tapadas con frazadas.

Mi padre contó que todo parecía estar en pausa. Me inquietó pensar en eso. ¿Cómo podía detenerse el tiempo? Antes de acostarme, salí al patio para ver qué pasaba y me quedé largo rato allí, inmóvil, soportando el frio que calaba profundo. Hasta que lo escuché. Era un silencio estático, denso y completo, un silencio que aún recuerdo. El mismo que en las películas anuncia la tragedia.

EN EL CINE GRAN PALACE acababan de estrenar Superman, con Christopher Reeve, y mi mundo, a los 12 años, se repartía entre eso, ir al colegio, ver el Chavo del 8 y pasar el resto de la tarde en el Ipanema, una pequeña galería comercial que terminaba en un local de máquinas de flippers y videojuegos, el único que había en la ciudad.

De la guerra, ni una palabra aparecía en el diario, ni en la tele, ni en las radios, pero estaba: había entrado en nuestras casas, flotaba en las calles, en las oficinas, en los bares, en los colegios, se desplazaba de un lugar a otro en forma de rumor y todos tenían una historia que contar. Un compañero de curso decía que su padre, pescador de centollas, durante las noches trasladaba fusiles en su bote para los soldados. Otro contaba que en un paseo al Parque Japonés había encontrado cañones camuflados con mallas. Otro, que su familia había llenado el sótano con víveres y que en caso de que pasara algo se refugiarían allí. Y otro, que había visto los radares antiaéreos en el Cerro Mirador, que eran unos equipos israelíes que parecían observatorios astronómicos.

La historia que yo contaba era otra: que hace unos días, camino al colegio, me había detenido ante una interminable caravana de camiones militares que bajaban desde el regimiento Pudeto. Uno y otro, y luego otro y otro y otro más; tantos, que perdí la cuenta. Pero no fue eso lo que me impresionó. Fueron los rostros de los soldados que iban apretujados en esos camiones. Transmitían miedo. Eran jóvenes, los mismos que habían repletado la ciudad en los últimos días, que caminaban como fantasmas por la plaza, se juntaban en las esquinas a fumar y nos ocupaban los flippers del Ipanema. Uno podía notar que no eran de aquí: apenas soportaban el frío.

ESTO LO RECUERDO COMO UNA PELÍCULA. Y empieza así: uno, dos, tres aviones en perfecta formación rompen el cielo del mediodía; cuatro, cinco, seis, y se pierden al otro lado del Estrecho de Magallanes; siete, ocho, nueve, y me tapo los oídos. Pasan tan cerca, tan rápido y tan amenazantes, que las ventanas vibran con furia, los niños lloran y la gente se mira entre si con espanto.

Desde hacía varios meses el miedo, como una espesa niebla, se comenzaba a filtrar en la vida de Punta Arenas, una ciudad relativamente pequeña, con 90 mil habitantes, dos cines, un canal de TV, recién declarada Zona Franca y cuya calle principal, interrumpida por un par de edificios, se podía recorrer a pie en 10 minutos.

Eso hacía el día que vi los aviones. A algunos kilómetros, en alguna parte desconocida de la Patagonia, la guerra por las islas Nueva, Picton y Lennox estaba por estallar. Se podía presentir, no solo por los vuelos rasantes ni por los buques camuflados que una mañana aparecieron meciéndose frente al muelle, sino porque una tarde de sol, caminando por la parte alta de la ciudad, vi pintada en el techo del Hospital Regional una gigantesca cruz roja sobre un fondo blanco.

Se lo conté a mi madre esa misma tarde:

-Es por si hay un ataque aéreo -me dijo-. Así los argentinos no bombardean el hospital.

YO IBA EN OCTAVO BÁSICO y era primera vez que escuchaba que estábamos en peligro. Un peligro real en una ciudad mansa, casi un pueblo, un punto colgando del mapa, demasiado lejos del resto del país. Una ciudad donde un año antes se había estrenado una obra musical, Canto a Magallanes, una mezcla de canciones épicas, rezos y proclamas que durante dos horas no hacían más que alabar a los pioneros y a los que vivíamos allí. Toda la ciudad vio la obra y salíamos orgullosos de Punta Arenas, convencidos de que no había mejor lugar en el mundo, de que estábamos en la tierra prometida.

Entonces, ¿por qué nos iban a atacar los argentinos? De hecho, si venía alguien del norte (para los puntarenenses, todo el mundo es del norte), podría pensar que estaba en Argentina. La gente habla con un tono muy parecido, utiliza expresiones similares y en el comercio se vendían decenas de productos de ese país. En mi bolsillo llevaba chicles marca Bazooka y escondía trozos de Mantecol.

No era extraño. Entre Río Gallegos, en Argentina, y Punta Arenas -distantes a no más de dos horas en auto- continuamente iban y venían delegaciones deportivas, escolares y sociales. Había partidos de fútbol entre ambas ciudades, carreras de auto en Cabo Negro, un nutrido contrabando y hasta un espectáculo internacional, el Festival de la Patagonia, en el que actuaban y competían grupos del otro lado de la frontera.

Muchos tenían familiares en Gallegos, casi todos habíamos pasado algunas vacaciones allá, y en mi casa mis padres escuchaban a Los Chalchaleros y Los Tucu Tucu, grupos folclóricos argentinos que eran furor en la ciudad.

Pero desde el día que vi los aviones, todo eso se borró, como si nunca hubiera pasado.

ESE AÑO HABÍA LLEGADO la televisión a colores a las casas, y lo primero que vi fue, precisamente, el Mundial de Argentina. También veíamos a Rex Humbart, el telepredicador que años después recorrería Chile hasta Punta Arenas invitado por Pinochet.

A veces escuchábamos radios argentinas, y solo allí podíamos enterarnos de qué estaba pasando realmente. Había proclamas antichilenas, amenazas, advertencias, mientras en las radios de Punta Arenas solo había música y programas de concursos que producían una curiosa calma en medio de la tormenta que nos rodeaba. Un día escuché varias veces un llamado de utilidad pública: se citaba a reunión extraordinaria a un club deportivo con un nombre que no recuerdo, porque no existía. La hora también era rara: a las 12 de la noche. Luego supe que eran mensajes en clave de acuartelamiento para los soldados.

-Tiene que haber comenzado la guerra -decían mis compañeros de curso.

Había una extendida idea de que en caso de enfrentamiento, los argentinos nos pasarían por encima y que se adueñarían de todo el sur del país, comenzando por Punta Arenas. Bromeábamos con eso, decíamos que, al menos, ganaríamos mundiales de fútbol. Incluso había un chiste: un chileno se quedaba dormido y despertaba 10 años después y lo primero que preguntaba era qué había pasado con la guerra con Argentina. Le contestaban que jamás les entregaríamos Talca.

Pero en diciembre, a pocos días de la Navidad, nadie se reía. La guerra había dejado de ser solo una posibilidad. Ahora tenía fecha: entre Pascua y Año Nuevo. Pero todos estaban equivocados, la guerra iba a ser antes: el 22 de diciembre de 1978.

EL DÍA ANTES, FUE EXTRAÑO. Varios de mis amigos no podían salir: estaban en sus casas ayudando a sus padres a cavar trincheras en el patio. Durante la mañana, el intendente Nilo Floody -un militar que años después sería nombrado embajador en Israel- había citado a las juntas de vecinos al Teatro Municipal, que se repletó. Les dijo que la guerra era inminente, que era difícil que los tanques argentinos llegaran a Punta Arenas, pero que la población debía estar preparada para un ataque aéreo. Entonces, ante la mirada atónita de los presentes, empezó a enseñar con diagramas la mejor manera de construir trincheras en el patio, unas trincheras en forma de L y Z, con tales dimensiones y tales características.

No todos le hicieron caso, porque muchos no creían en la guerra, o no lo querían creer. Pero otros estaban convencidos, así que llegaron a sus barrios a mostrar al resto de los vecinos cómo se cavaban trincheras.

Un vecino nuestro prefirió cavar un pozo en el garage, como si fuese una especie de bunker, y lo llenó con suficientes tarros de conservas y chocolates para sobrevivir por varios meses. En otros barrios echaron abajo las cercas de los patios para dejar las casas conectadas y así poder escapar con más facilidad. Y algunas familias decidieron acampar fuera de los límites de la ciudad porque se sentían más seguras.

En muchas casas las mujeres estaban solas, porque el padre o un hermano mayor había sido llamado al frente. Uno de mis amigos me contó que en la población militar en la que vivía quedaban pocas personas y que la instrucción era que los parientes de los uniformados abandonaran Punta Arenas.

En el Ipanema, mientras esperábamos que se desocupara alguna máquina de flipper para poder jugar, hablábamos de temas que no eran de niños: que en el aeropuerto las ventanas estaban tapiadas, que no se podía ver el despegue ni el aterrizaje de los aviones y que, una vez a bordo, los pasajeros tenían prohibido levantar la cortina de las ventanas hasta media hora después del despegue.

-Es para que no vean los hangares semienterrados que construyeron allí -me explicaba mi amigo, que sabía porque su padre le había contado.

Ese día caminamos por una ciudad que se movía tranquila, lenta, semidormida, y fuimos al muelle a ver los barcos de guerra. Ya no estaban.

-Zarparon hacia el sur -nos dijo el guardia.

NO RECUERDO QUE hayamos cavado una trinchera en nuestro patio, ni que hayamos juntado alimentos en la bodega. No había un plan de contingencia en mi familia, tal vez porque no me querían preocupar, aunque escuchaba que en los supermercados estaban escaseando algunos alimentos y las pilas. Y que en las ferreterías ya no había palas ni picotas.

Hasta que llegó el día de la guerra. Pero no lo sabíamos. Mientras en el Beagle las escuadras de ambos países se mostraban los dientes, y en la frontera los soldados esperaban la orden de abrir fuego, en mi casa sonaba el teléfono. Era un amigo. Me dijo que durante la noche sus padres habían cargado canastos y cajas con víveres, linternas, velas, fósforos, todo lo que pudieron en la maleta del auto, un Chevy Nova naranjo.

-¿A dónde vamos a escapar en un Chevy Nova naranjo? -me decía.

Al rato, la noticia llegaba como un relámpago: Chile y Argentina habían aceptado que el Papa Juan Pablo II mediara en el conflicto. Lo escuchamos por la radio.

En los días que vinieron, las calles se llenaron de soldados felices, sin miedo. La gente los saludaba, les daban cigarrillos, amanecían borrachos en la plaza y, poco a poco, desaparecieron.

Esa mañana fui al Ipanema. Un tibio sol iluminaba Punta Arenas.

 


 

Este artículo es la actualización de “Pesadilla infantil en Punta Arenas”, crónica originalmente publicada en Revista Sábado.
Ilustración: Francisco Javier Olea
Fotos: Juan Perelló/Enterreno y La Prensa Austral

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