José Antonio Soto es técnico en enfermería, una de las labores más demandadas durante la crisis sanitaria. Comprometido con las historias que día a día pasan al frente de sus ojos, es crítico del sistema, pero dedica su vida al trabajo. Y su cuerpo ya lo resiente.
Por Amaya Véliz
2 de Agosto de 2021
Era una tarde calurosa de febrero del 2020, cuando José estaba atendiendo a pacientes de urgencia en el Centro de Salud Familiar (Cesfam) Laurita Vicuña de Puente Alto. La preocupación estaba puesta en un abuelito con traumatismo encéfalo craneano cerrado que había sido trasladado en una ambulancia. Pero el día se pondría aún más difícil. No pasaron ni cinco minutos y comenzó a sonar una sirena de clave roja. Algo estaba ocurriendo en las afueras del recinto asistencial.
Por ley, los funcionarios de salud no pueden atender a nadie fuera del centro, a menos que sea en una ambulancia, pero en ese momento José y sus colegas no pensaron en la ley y corrieron a ver qué había sucedido. En la avenida Ejército Libertador, el tráfico se había detenido y una cola de autos iluminaba la calle; justo ahí, frente a la puerta del centro de salud, una camioneta negra estaba cruzada en medio de la avenida. Los funcionarios corrieron hacia el vehículo y José se metió por el lado del piloto. Un hombre corpulento, de unos sesenta años y con el rostro pálido, yacía en el asiento. De fondo, los gritos de los automovilistas pidiendo ayuda, mientras otros murmuraban que el hombre había fallecido. Y no estaban muy lejos de la verdad. José posó su dedo índice y anular sobre el cuello del accidentado para tomar el pulso, pero no sintió ni un solo pálpito.
-¡Hueón, está muerto, bajémoslo! -, gritó José a Álvaro, su compañero, quien se había escabullido por la parte de copiloto y miraba a José detenidamente con unos ojos que irradiaban pánico, mientras una gota de sudor corría por su frente. –¡Bajémoslo altiro!– insistió José, pero su compañero se negó.
-¡Son órdenes! No podemos reanimar aquí, José, entiende.
-¡No importa, hueón, si ya está muerto reanimémoslo altiro nomá’!- replicó José.
El sujeto había sido víctima de un paro respiratorio a mitad de su viaje, lo que generó que perdiera el control del vehículo y quedara atravesado en la avenida principal. José tenía las manos ardiendo, solo quería actuar. Así que tomó el cuerpo, lo bajó de la camioneta y, mientras sus compañeros corrían al interior del centro asistencial en busca de una camilla, el joven comprimió el tórax de la víctima contra el piso al ritmo de una corazonada. Su mirada se posaba fijamente en el pecho del accidentado y sus neuronas estaban concentradas en hacer la reanimación cardiopulmonar (RCP) correctamente. En minutos llegó la camilla, entre varios subieron a la víctima y Javiera, otra técnico en enfermería, se sumó a la reanimación cardiopulmonar hasta ingresarlo al Cesfam.
José no suspiró hasta que finalmente sacaron al hombre del paro respiratorio. “Es satisfactorio salvar una vida; él podría haberse muerto. Esto corroboró que lo que estaba estudiando era correcto”, confiesa el profesional. Pero su dedicación, trajo consecuencias. Tras años de servicio, el estrés lo llevó a sufrir alopecia, perdiendo pelo en su cuero cabelludo, pestañas y cejas. Cada vez que se enoja, se le cae el cabello. Y, entre trabajar en procedimientos, las curaciones, inyecciones y vías, recibir día a día pacientes con Covid-19, y además sacar en paralelo la carrera de enfermería, al joven de tan solo 29 años se le ha desgastado algo en su interior. No todo es gratificación al momento de salvar una vida.
Trabajando de técnico en enfermería, José Antonio constató que, si el sistema de salud en Chile fuera un tablero de ajedrez, los Tens serían los peones. Y por muy subvalorados que se encuentren, son la pieza imprescindible para la jugada perfecta.
En el corto pasaje Mesamávida vive la familia Soto Maturana, cruzando la avenida Luis Matte Larraín. Dina Maturana y José Antonio Soto son padres de tres hijos. La mayor, Eugenia, tiene 37 años y es ingeniera comercial; la del medio, Jazmín, tiene 33 años, es kinesióloga y trabaja junto a su hermano en el Sapu; y el conchito regalón es José, un chico corpulento que redondea el metro setenta y cinco de altura.
El menor de la familia Soto Maturana, tras su aspecto cansado, alberga una actitud amistosa y es conocido por ser cariñoso, alegre, chacotero y pelusón. En el pasaje, todos le piden favores a José, “tómame la glucemia”, “pínchame aquí”, “tómame la presión”, peticiones a las que el joven no duda en asistir. Cuando se pone la mascarilla y se acomoda en su “traje de astronauta”, que le cubre el cuerpo para trabajar con pacientes contagiados por Covid-19, José se hiperactiva y su proactividad aumenta notoriamente. En el trabajo lo reconocen por ser preguntón, y es que le encanta aprender. “No quiero ser un cacho”, dice.
La jornada de José Antonio comienza a las ocho de la mañana en el Cesfam Laurita Vicuña, ubicado cerca de su hogar. Allí el muchacho pudo desarrollar mejor su aprendizaje en patologías, conceptos, curaciones y trato con pacientes. Además, el ambiente laboral es propicio; todos quieren a José por su disposición y su característica amabilidad. Incluso lo apresuran para que termine de estudiar. “Ya po, Josecito, queremos que te quedes acá”, le dice la jefa. Su jornada termina a las cinco de la tarde. Media hora después, entra a trabajar al Servicio de Atención Primaria de Urgencia (Sapu) hasta la medianoche, lugar en el que debe atender a muchos pacientes con covid-19. “Si tienes la oportunidad de sentarte veinte minutos, tienes suerte”, comenta José, a quien ni siquiera le da el tiempo para revisar su celular; sale de su casa con la batería cargada al máximo y regresa con un 60% de ella.
El joven se matriculó en el Instituto Duoc UC para cursar Técnico en Enfermería el 2010. Dos años más tarde se recibió y empezó a trabajar en urgencias, servicios de médico quirúrgico y ambulancia. El 2015 entró a estudiar enfermería en la Universidad Central, congeló y este año retomó. Y a comienzos del 2020, comenzó a trabajar en el Sapu, justo cuando la pandemia arribó a nuestro país.
-Pero José Antonio, no trabajes ahí- suplicó su madre cuando supo que comenzaría a laborar en el servicio de urgencias más cercano.
– Es que me gusta esto mamá- arremetió José. Además, su hermana Jazmín también trabajaba ahí. ¿Cómo se iba a negar su madre a eso?.
En la segunda quincena de marzo del 2020, cuando la pandemia comenzó a expandirse por el país, Dina se obsesionó con la limpieza. Cada vez que su hijo llegaba a la puerta de la casa, ahí mismo, hiciera frío o calor, José debía desvestirse y poner la ropa en una bolsa de basura, subir desnudo las escaleras y ponerse bajo la ducha. En ese momento, Dina tomaba la bolsa, lavaba la ropa con cloro y las zapatillas terminaban remojadas en líquido desinfectante durante toda la noche.
“En el sistema de salud, los pacientes se apoyan mucho en ti, buscan una palabra de aliento o de cariño. En el camino me fui dando cuenta que era lo que me llenaba”, dice José contento, aunque la sonrisa se desdibuja cuando recuerda la carga emocional que conlleva su trabajo. “Cuando trabajas en esto, te traes la pena de la señora María que cría por las suyas a sus nietos, no tiene para comer, con uno de sus hijos alcohólico, mientras el otro drogadicto”, asegura el joven.
La tía y madrina de José se llama Ana Isabel Maturana, también es técnico en enfermería y trabaja en urgencias. Cada domingo, los Maturana se juntan en la casa de la abuela y Ana narra sus nuevas historias de trabajo. Relatos que involucran sangre, pinchazos, ataques, y sinnúmero de situaciones que estremecen a muchos, menos a José, que por años los escuchó admirado, preguntando por más detalles.
Cuando José hizo su práctica en un centro de salud de San Bernardo vivió un hecho que lo desilusionó completamente del sistema. Un día llegó una paciente a la que tuvo que hacer un control cardiovascular. El joven le preguntó cómo se sentía y ella le respondió que estaba muy mal: ya iba por su tercer intento de suicidio junto a su hija de 8 años. “Quedé loco”, comenta con seriedad el joven, quien reconoce no haber estaba listo para escuchar algo así. Comenzó a indagar con sus colegas si la mujer había recibido ayuda. El resultado: fue atendida por tantos psicólogos diferentes que nunca obtuvo un seguimiento real de lo que le estaba ocurriendo, ella solo se sentaba a contar su historia, una y otra vez. José quedó intranquilo. Buscó ayuda con la directora a cargo del Cesfam, pero nunca más supo de la mujer.
La tía Ana se queja, dice que su sobrino siempre busca involucrarse más allá de lo profesional. “Uno tiene que hacer la pega lo mejor posible, pero él es demasiado apasionado y tengo que bajarle los humos de vez en cuando. ‘Cuídate, yo llevo años en esto’, le digo”. Y es que José no puede evitar indignarse con este tipo de situaciones”. Lo ocurrido en San Bernardo marcaría el juicio de José sobre su entorno. “Ahí me di cuenta que este sistema es una mierda. Por mucho que quieras actuar bien, vas teniendo varias trabas para poder hacerlo”, afirma inquieto el joven.
Y es que, volviendo al tablero de ajedrez, para crear la jugada perfecta se necesita que todas las piezas trabajen en conjunto y si el peón no avanza en el tablero: ¿Cómo el resto se podría mover para lograr el jaque mate?
Por Tomás Franz y Benjamín Sierralta